miércoles, 3 de febrero de 2010

Cinco días...

Es seis de noviembre de dos mil nueve, viernes, una fecha como otra cualquiera si no fuera porque hoy hace diez años que nos casamos. Y para celebrarlo nos vamos de viaje a Londres.


Fue precisamente entonces la última vez que volé. Y desde entonces las cosas han cambiado por culpa de unos descerebrados con turbante y barba. Hace diez años no tenías que quitarte el cinturón, ni el reloj, ni las botas, ni la chaqueta para poder pasar los controles de seguridad previos a la zona de embarque. Además, podías pasar líquidos. Lo que no recuerdo es si podías pasar con pistolas, ballestas, bombas… Hoy lo tienen prohibido. Pero las cosas ahora son así y no queda más remedio que despojarse de buena parte de las cosas que llevas encima para poder pasar sin pitar bajo el arco de seguridad. Y si pitas, como María José, enfrentarte a la mirada borde de la rubia (de bote) uniformada hastiada de cachear gente y repetir lo mismo una y otra vez (descálcese, abra los brazos…).


Afortunadamente no hay mucha gente (es lo que tiene madrugar, que ya lo decía mi padre sobre un tipo que se encontró un saco de trigo, aunque imagino que el que lo perdió madrugó más todavía), y no tardamos mucho en pasar el trámite de seguridad.


Pasado ese primer control accedemos a la zona de embarque tras enseñar nuestros DNI a dos policías vestidos de negro (no había visto a muchos con el uniforme nuevo, no es feo) metidos en sus garitas, y llegamos, por fin, a nuestra puerta de embarque, la diecinueve de la T1 (afortunadamente nuestro avión sale de la terminal vieja y fea y no tenemos que irnos al culo del mundo, bonito y moderno, pero culo al fin y al cabo, de la T4).


Aquí tenemos que pasar, en principio, una hora más de lo previsto porque nuestro avión, el que tiene que llevarnos a Londres, no ha llegado todavía (ya nos lo avisaron en el mostrador de facturación). Espero que sea sólo una hora, no sea que tengamos que terminar durmiendo en los incómodos bancos de la zona esta, que ya he visto unas cuantas personas acurrucadas de cualquier manera en algunos de ellos, vete tú a saber cuanto tiempo llevan aquí.


Está amaneciendo y desde el ventanal de la sala se ve la pista, con su trasiego diario de aviones que van y vienen, operarios del aeropuerto, camiones cisterna, portamaletas y demás. Choca en parte ver el ajetreo que se tienen ahí fuera en comparación con la tranquilidad que hay aquí dentro.


Por fin llegan el embarque y el despegue, algo que en Barajas lleva un buen rato circulando por pistas secundarias hasta llegar a la pista de despegue. Menos mal que el vuelo va a ser corto, porque el avión este que nos ha puesto Air-Europa tiene una distancia entre filas bastante reducida y no tengo dónde poner las piernas. Ya en la pista principal el avión coge velocidad, levanta el morro… y ya estamos volando. Esta vez consigo controlar la endolinfa de los canales semicirculares de mis oídos y apenas me mareo (recuerdo que la primera vez que volé me puse malo durante el despegue). El cielo está nublado, por lo que no podré ver el suelo o el mar durante el vuelo, una pena… de no ser por el maravilloso espectáculo que supone volar por encima de un mar de nubes. Pensaba que el algodón era una planta…


Cuando por fin llegamos a las Islas Británicas, la entrada desde el mar sobrevolando tantos campos de un verde tan intenso me hacen acordarme de Galicia o Asturias. Quizás Felipe II debería haberse planteado invadir a los ingleses por el aire: si bien su RAF nos habría dado igualmente para el pelo por lo menos los tripulantes de nuestras naves habrían disfrutado de una bonita panorámica.


Sin tardar mucho llegamos al aeropuerto de Gatwick. Aterrizamos y vamos por las pistas, despacito, hasta alcanzar la terminal… eso sí, esperaba yo que el avión siguiera a un coche guía amarillo con un letrero en el que pusiera eso de ‘FOLLOW ME’ conducido por un tal Francis Matthews… y va a ser que no, que no están aquí los de la BBC para recibirnos.


Lo primero que tienes que hacer para llegar a Londres desde este aeropuerto es coger el tren. Es una especie de cercanías que te dejará en la estación de Victoria. Para ello tienes dos opciones: tomar el tren que te lleva directamente (Gatwick Express) y por lo que te cobran la friolera de 16,90 libras o coger los Southern Trains, que te llevan a la misma estación tardando cinco minutos más por unas once libras y pico y haciendo unas cuatro paradas intermedias. La verdad es que merece la pena esta segunda opción (pagar más por sólo cinco minutos…). Otra opción es coger el autobús, pero no puedo contaros como va porque ni siquiera nos la planteamos (imagino que puede tardar bastante).


Ya en Victoria cogemos el metro para ir a la zona del hotel. Las taquillas tienen bastante cola, así que optamos por comprar el billete (de la zona 1) en las máquinas expendedoras (que puedes configurar fácilmente para que te den las indicaciones en castellano): ¡cuatro libras por trayecto! (Como no teníamos intención de montar en metro durante nuestra estancia no nos compramos ningún tipo de bono, pero cuatro libras el viaje sencillo nos pareció una pasada!).


El funcionamiento del metro es similar al de Madrid. Lo único que debes tener en cuenta es que las líneas pueden bifurcarse en el extrarradio, por lo que si viajas allí has de estar pendiente del cartel luminoso que lleva la máquina del convoy para saber si ese tren te interesa. Si te mueves por el centro no hay problema, ya que todos los trenes que pasen por tu andén te servirán para llegar a tu destino (al menos en nuestro caso, que, de utilizar el metro, lo habríamos hecho siempre en la zona 1).


Los letreros electrónicos de los andenes no sólo te indican hacia dónde se dirige el próximo tren, y el tiempo que falta para que llegue, sino que te dan además la misma información sobre el tren siguiente. Y la frecuencia de paso de los trenes, por lo menos a las horas a las que utilizamos nosotros el servicio a eso de las doce del mediodía, era impresionante (pasaban trenes casi constantemente). Aún así no puedo evitar acordarme de nuestra línea circular… porque hay una avería en la línea que debemos coger para ir al hotel. Afortunadamente los problemas se solucionan más o menos rápido, por lo que tras dejar pasar uno o dos trenes atestados de gente podemos seguir nuestro camino sin mayor problema.


Nos bajamos por fin en nuestra estación, Holborn, a cinco minutos de nuestro hotel (el Park Inn London, Russell Square Hotel), en la calle Southampton Row, muy cerquita del British Museum.


El hotel está bien, como todos no es para pasar allí el día completo, pero no está mal para descansar tras pasar el día ‘apateando la ciudad’. En la habitación tienen hasta un servicio de café-té, que te puedes hacer si te apetece (mediante un cacharro que te calienta el agua ¡a la velocidad del rayo!). Y una caja fuerte… ¡que no está anclada a la pared! y que, por tanto, decidimos no utilizar.


Tras subir la maleta y probar los sofás durante unos minutos, empezamos la caminata del día: nos vamos hacia la zona de Picadilly en busca del London Visitor Centre, en el número 1 de Regent Street, a ver si conseguimos información turística (que al final consistirá en un plano pequeño gratuito y uno grande por el que pagamos una libra).






(Unas cuantas horas más tarde…)



Estamos reventados. Picadilly Circus, Trafalgar, Pall Mall Street, Picadilly St., Hyde Park, Kensinton Rd., Nottin Hill Gate, Oxford Street… Hasta llegar aquí no solo nos hemos dejado las suelas de los zapatos sino que nos hemos sentido como Forrest Gump cuando contaba eso de que la lluvia en Vietnam caía en todas direcciones. A pesar de los abrigos (no impermeables, pero que aguantan bastante en condiciones normales) y el paraguas estamos calados, literalmente. Para colmo de males, intentar pasear por Oxfor Street un día de lluvia es complicado: entre la cantidad de gente que hay y los paraguas… tienes que armarte de paciencia.

Optamos por buscar un pub donde tomar la primera pinta del viaje: error, es viernes por la tarde y los pubs de la zona del Soho están llenitos de gente (y con el cansancio que tenemos y la chupa de agua que llevamos encima no nos apetece entrar a codazos en ningún sitio), por lo que decidimos volver a la habitación para poner los abrigos a secar y descansar un poco antes de intentar encontrar algún sitio menos lleno por la zona del hotel. Antes de llegar, pasando de nuevo por Oxfor St., terminamos de flipar al ver el acceso a la estación de Oxfor Circus: había tanta gente intentando coger el metro que la cola llegaba a la calle. Al principio pensamos que igual pasaba algo, pero la gente estaba muy tranquila y no se oían sirenas por ninguna parte, así que supusimos que era lo normal. Madre mía, la de horas de transporte público que deben chuparse los londinenses…


Tras descansar un rato en la habitación salimos buscando un pub que indicaba la guía de viaje que llevábamos. Se suponía que estaba en la Lamb’s Conduit Street, y suponemos que será cierto, pero no llegamos a comprobarlo porque, antes de llegar, encontramos en la misma calle The Perseverante, otro clásico pub con sitio dentro en el que nos metimos (y al que adoptamos como nuestro pub oficial en Londres), con un montón de grifos de cerveza y un encargado colombiano muy majete (Ernesto) con el que estuvimos charlando, eso sí, en castellano, la última noche. En los pubs londinenses puedes cenar (tienen cuatro cosas, pero en un momento dado no le haces ascos a unos nachos, una hamburguesa o un perrito, eso sí, en pan de chapata), pero esta noche se nos ha hecho tarde y la cocina está cerrada. Afortunadamente al lado del hotel hay un establecimiento estilo Seven Eleven en el que podemos comprar algún sándwich para cenar.


El día ha sido largo y, tras llegar al hotel, nos acostamos derrengados (mis piernas se habían olvidado ya de que existe la posición ‘tumbado’ y lo agradecen…).

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