lunes, 6 de septiembre de 2010

Lisboa (dois)




Tras ir de un lado para otro conseguimos que pase el tiempo suficiente para que nos den por fin la habitación en el hotel. Dejamos en ella la maleta y salimos directos hacia Rossio para descubrir que esta estación de metro no tiene conexión con la de tren que lleva el mismo nombre, y si la tiene no la encontramos (por cierto, en el metro de Lisboa hay validar el billete también a la salida). Así que salimos a la calle, llegamos a la estación de los Comboios Portugueses y cogemos nuestro tren hacia Sintra.


Allí nos montamos en un autobús que hace el recorrido ‘da Pena’: centro de la villa, Castillo de los Moros, Palacio da Pena y vuelta al centro y a la estación. De Sintra me quedo con sus calles, con su Parque das Merendas, un parque-merendero bonito y tranquilo, al que se accede desde el pueblo y situado en la colina del castillo y del palacio, en el que puedes comer si te llevas la comida o si compras lo que sea en alguna tienda del pueblo. Nosotros lo descubrimos tarde, justo después de zamparnos un bacalao a braz que quitaba el hipo en uno de los restaurantes pequeñitos de una de las callejuelas.




El castillo no lo visitamos, queda para otra ocasión, igual que el Palacio Nacional. Pero el Palacio da Pena, con sus jardines justifican por si solos la excursión a la villa. Supongo que a más de uno le parecerá que está excesivamente recargado, y supongo que es así, pero me pareció sencillamente impresionante.






Y los jardines merecen una visita con más tiempo del que nosotros disponíamos, no queríamos pasar toda la tarde allí porque todavía nos esperaban unos vinhos verdes en Lisboa para despedir la tarde, antes de cenar en uno de los múltiples restaurantes para turistas de la Rua dos Correeiros, donde no se cena mal, pero que conviene evitar por la tarde-noche si no quieres que te acosen los camareros de todos ellos, con las cartas en la mano, da lo mismo si te ven decirle que no a los de todos los restaurantes anteriores, ellos lo intentan, es puro acoso y derribo.







Terminamos derrengados en el hotel, han pasado ya tantas horas desde que amanecimos y hemos pateado tanto que no podemos planificar el día siguiente, ni siquiera leer un ratillo antes de caer atrapados por la almohada.



Al día siguiente, tras ponernos morados, como no, en el bufé, salimos con la idea de ver ese pedazo de castillo que corona la ciudad, el Castillo de San Jorge. Antes de nada, exploramos las zonas de los elevadores, el da Glória, con su mirador, y el elevador do Lavra, que te deja cerca del Hospital de San José, en una zona que ofrece una tremenda sensación de abandono a tan solo trescientos metros de la plaza de Pedro IV. Supongo que es a esto a lo que se refiere mucha gente cuando habla de la decadencia lisboeta.



Seguimos después con la idea de dar un paseo en el tranvía 28 en dirección al castillo, o incluso adentrarnos más allá, perdernos por la Alfama. Pero, nuestro gozo en un pozo, ya para coger el tranvía tenemos mogollón y, por supuesto, cuando conseguimos subir a uno nos toca ir de pie y como sardinas en lata. Para variar, el mes de agosto está también de vacaciones con nosotros, con toda la gente que arrastra consigo, y el paseo placentero se convierte en un día vulgar en el transporte público de cualquier gran ciudad. Así que nos bajamos en la parada del castillo (que esperábamos encontrar a simple vista y no fue así, la línea del 28 no pasa al lado de la muralla, menos mal que el conductor voceó ‘¡Castelo!’, viendo a continuación cómo su tren urbano se vaciaba sin remedio).



Tras dar una vueltecilla por la zona y asomarnos al mirador de Santa Lucía, que está al lado de la parada, decidimos parar a tomar algo antes de empezar la visita a la fortaleza, lo que nos sirve para darnos cuenta de lo poco que importa en los bares lisboetas ofrecer lo que aquí llamaríamos un buen servicio. Da lo mismo que el bar esté vacío, si el camarero ha de tardar quince minutos en atenderte los tarda. Si te cansas antes y te levantas, allá tú. Probablemente termines en otro bar esperando otros quince minutos antes de que te atiendan. Así que paciencia. Nos tomamos nuestra Sagres, que con el calor que estábamos pasando nos supo a gloria, y tiramos para el castillo.





Allí, tras hacer cola para comprar la entrada accedemos por fin a ver lo que más me ha decepcionado en este viaje. La muralla es imponente, pero aparte de esta y de los muros del castillo, que abarcan un espacio considerable, no hay mucho más que ver. Una lástima. Eso sí, las vistas desde arriba son impresionantes.





Tras pasar un buen rato dentro terminamos saliendo para dar una vueltecilla intramuros por las callejuelas anexas, que serían un complemento perfecto al castillo si este fuera algo más que una muralla bien conservada.





Cuando por fin salimos nos dirigimos a la Sè, la catedral mini de la capital portuguesa. Y tras ver esta, nos dirigimos a la zona de Chiado, después de coger el elevador da Bica,  para tomarnos un par de cervezas en la cervecería Trinidade. Y después, a cenar, otra vez en la Rua dos Correeiros. Y a la cama…

(Por cierto, ya sé que el diseño de esta entrada no está muy allá, igual que cómo quedaron colocadas las fotos del anterior post de Lisboa, pero es que el editor este de Blogger empieza a tocarme los huevos y no me apetece perder más tiempo dejándolo bonito... )


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